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El abrazo montemariano

Andrés Olivera tenía sesenta años cuando recibió la oportunidad más preciada de su vida: dignificar su trabajo en el campo, ser productor de teca y ganarse una pensión a la que no tendría acceso, aún habiendo trabajado la tierra durante más de medio siglo.

Andrés es cachetoso, así llaman en el Caribe colombiano a las personas elegantes, de gracia y buen gusto, y que destacan por su sencillez. El campesino de El Carmen de Bolívar, que ahora tiene setenta años, se peina de lado; se viste con guayabera blanca impecable, pantalón gris, y zapatos limpios y lustrados; habla pausado y usa un léxico amplio; tiene manos fuertes, con nudillos gruesos, y saluda y se despide con un abrazo.

En todas partes que nos encontramos, nos abrazamos. Antes nos saludábamos a distancia, pero ahora todos los que pertenecemos a una asociación nos damos un abrazo, y, para las mujeres, incluye un beso en la mejilla con mucho respeto. Es el abrazo montemariano: fortalece la empatía entre la comunidad y hemos visto que se está generalizando”, cuenta Andrés sobre el saludo que inventaron para reconocerse entre campesinos que están trabajando unidos para transformar a la región.

El abrazo montemariano es literalmente un apretón entre personas con el mismo propósito, pero es también, en sentido figurado, la adopción que han hecho campesinos asociados, fundaciones, empresas privadas y el Estado, con el propósito de llevar desarrollo a Los Montes de María con acciones colectivas que han permitido mejorar las condiciones de vida en el territorio.

“Algunas empresas privadas, que llamamos empresas ancla, además de fundaciones como Crecer en Paz, nos trajeron conocimiento y desarrollo de proyectos que mejoraron aspectos sociales, psicosociales y de desarrollo comercial en la región. Es por eso que creamos un lenguaje social por medio del proceso cognitivo que representó hacernos empresarios, tener más capacidades. Eso también aportó a la resolución de conflictos y a la reconstrucción del tejido social”, dice Andrés. Con esa claridad y versatilidad explica el contexto de la región aunque nunca haya asistido a un colegio; la formación que tuvo fue la radio, en las Escuelas Radiofónicas de Radio Sutatenza, la única opción de educación que tenían la mayoría de los campesinos del país a mediados del Siglo XX.

Es que Andrés, junto a otros habitantes de la región, es pionero en proyectos de desarrollo socioeconómico entre la comunidad y la empresa privada. En 2012 iniciaron el programa ‘Negocios inclusivos’, una estrategia que consiste en conectar a la empresa comercializadora con el productor, sin intermediarios. Así, en la región se comenzó a producir mango, ajonjolí, tabaco rubio, teca y miel, con Apromiel, lo que representó grandes beneficios para la comunidad campesina.

Uno de los productores de teca es Andrés, quien junto a 119 campesinos más, crearon Asproaceb y sembraron, cada uno en una hectárea de su propia tierra, 420 árboles. Argos puso los insumos, plántulas, abonos, capacitación y asistencia, para el cuidado de las plantas, y los campesinos aportaron su trabajo para que los árboles se desarrollaran adecuadamente, especialmente en los primeros años. Tienen un compromiso clave: que la empresa ancla será el primer oferente para comprar el producto de la siembra, y garantizar así que los campesinos beneficiarios obtengan el valor justo por sus cultivos.

“Entré en el proyecto de cultivos de teca porque es multipropósito: busca reforestación, protección del suelo y producción de oxígeno. Pero además vimos sus beneficios sociales: la venta final de esta madera a la empresa ancla será como una pensión para nosotros, y hasta una herencia para nuestra familia”, explica Andrés.

La expectativa de los campesinos que hacen parte del proyecto es vender, en menos de diez años, sus plantaciones de teca a precios justos. Entienden el proyecto como una pensión digna después de una vida de trabajo en el campo. ‘Negocios inclusivos’ fue el primer gesto del abrazo montemariano, una iniciativa que también recibió financiación de la Fundación Crecer en Paz, pero no ha sido el único programa transformador en la región.

La construcción de paz, la recuperación de tejido social y la implementación de un desarrollo productivo digno también llegó con la asociatividad: en los Montes de María se crearon asociaciones de campesinos productores de batata, aguacate, tabaco, miel, ñame, frijol, maíz, yuca, ajonjolí, plátano, una serie de cultivos que les sirven de pancoger alimento para sus familias, y que también han tecnificado al punto de convertirlos en cosechas de exportación y de consumo nacional.

En la actualidad, son ocho asociaciones en las que se han vinculado de alguna manera 400 familias productoras, quienes con sus familias representan a más de mil montemarianos que se han unido en torno a la tierra para trabajar en equipo, producir de forma colectiva y repartir equitativamente las ganancias de su trabajo y de sus procesos de producción tecnificados. Un proceso que hace unos años era novedoso, pero que cada vez logra consolidarse como un modelo viable para mejorar la calidad de vida de las comunidades rurales.

Fredy García, representante legal de la Fundación Crecer en Paz, explica que la misión es ayudar a la construcción de paz y a mejorar las condiciones de vida de las comunidades rurales más vulnerables con la entrega de 6.600 hectáreas de tierra. En este modelo, las comunidades serán las propietarias de la tierra: se trataba de usar ese activo para crear procesos productivos con los campesinos. «Sobre un eje económico, estamos reconstruyendo el tejido social del territorio”, concluye.

La metodología nuestra consistía en usar los saberes de la gente para dignificar su trabajo y mejorar los procesos productivos. La Fundación Crecer Paz logró un fortalecimiento de capacidades organizacionales, de liderazgo, técnicas y administrativas, y aportó a la reconstrucción del tejido social, sobre un eje productivo. Este modelo puede replicarse en cualquier parte donde existan condiciones similares, es un modelo que aporta a la construcción de paz mediante la seguridad alimentaria”, asegura Fredy.

La transformación en Los Montes de María también es evidente en la evolución de la infraestructura vial que se logró con la entrega del corredor vial Punta Plancha – El Hobo, una carretera construida por el Gobierno Nacional que atraviesa los Montes de María y conecta a los departamentos de Bolívar y Sucre. Los lugareños la llaman el “Corredor de la Esperanza” porque en torno a la vía se crearon proyectos productivos asociativos, comercios y hasta colegios, y dejó de morir la gente en el camino, en una hamaca mientras la transportaban a un centro de salud, o de agotamiento por caminar ese trecho difícil.

A El Salado le ocurrió algo similar: hasta 28 personas se necesitaban para cargar en hombros a enfermos de urgencia desde ese corregimiento hasta la cabecera urbana de Carmen de Bolívar. Hacer ese tramo en vehículo tardaba más de cuatro horas, y en los hombros de voluntarios, la opción más recurrente, hasta ocho horas. Resultaba más letal el camino que la enfermedad. Sin embargo, con el apoyo de Argos, se construyó en 2015 una vía pavimentada entre El Carmen de Bolívar y El Salado, que permite hacer ese recorrido en media hora.  

También en el “Corredor de la Esperanza”, en una alianza entre el Gobierno Nacional, Argos y la comunidad, se construyó en 2014 la Sede Raizal de la Institución Educativa El Hobo, un lugar en el que 173 niñas y niños campesinos de la región. La tarea es que las oportunidades más preciadas de la vida no lleguen después de una vida entera.

El abrazo montemariano es un apretón colectivo que lleva diez años, que se ha convertido en un saludo al progreso y ha representado una transformación positiva para una región que está sanando y reconstruyendo su tejido social. Dice Modesta Muñoz, lideresa social del territorio, que la paz, como ha estado ocurriendo en Los Montes de María en los últimos años, surge de estrechar con fuerza entre los brazos los propósitos colectivos: “Hay que trabajar con todos, a favor de todos y en contra de nadie”.

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